Mayo florido concluye. Pero tras este mes siguen las flores poniendo su nota de belleza y el encanto de su canto. La primavera nos acerca siempre esa explosión vitalista de que las cosas renacen, que se vuelve a comenzar de nuevo, que no hay maleficio capaz de acorralarnos como una maldición insuperable. Las flores de mayo no se marchitan, aunque sean otros los pétalos que las adornan tras el verdadero e incesante reverdecer.
La tradición cristiana ha mirado siempre este mes así de colorido y alegre, como un mes dedicado a María. Ella nos trae ese mensaje de belleza y pureza que es algo más que un guiño ornamental piadoso o la inercia de una piedad ya superada. A lo largo de estas semanas del mes de las flores, los cristianos hemos vuelto a acudir a tantas ermitas y santuarios, o a los altares de nuestra parroquia, para honrar debidamente a Santa María con nuestros cantos, nuestras procesiones, nuestras plegarias.
La porfía con la que hemos llegado con las flores a María, no es la porfía de una rivalidad extraña, sino la que dicta el afecto y la piedad hacia la Madre de Dios. Y el motivo es siempre el mismo, aquel que ya dijera Jesús cuando una mujer sencilla del pueblo quiso congraciarse con Él piropeando a su madre bendita: “Dichoso el vientre que te engendró y los pechos que te amamantaron” (Lc 11,27). Este popular piropo, inocente y tierno cuando se dice a una madre, fue corregido por Jesús: “Más bien dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la viven” (Lc 11,28). No se trataba de una corrección desabrida por parte de Jesús, sino que situó el verdadero motivo de la alabanza debida a su Madre: no era la razón biológica, sino la teológica o teologal de quien se fió de Dios y vivió de su Palabra.
Este es el significado de la devoción a María: ver en ella una dicha cumplida, una bienaventuranza que ya profetizó cuando tuvo lugar el encuentro con Isabel, mientras ambas gestaban en sus senos una vida milagrosa en los hijos que llevaban dentro: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 11,48). No se trata, pues, de una alabanza vacía, sino de un reconocimiento lleno de sentido que nos pone delante a nosotros nuestro verdadero quehacer: escuchar la Palabra de Dios y llevarla a la vida, vivir la Palabra que Dios pronuncia sobre nosotros o que con nosotros quiere contar.
La flor que realmente jamás marchita es esta que reconocemos en María, y la que hemos querido traer y llevar en estos días del mes de mayo que termina. Podrá atravesar momentos más escuálidos en los que vivir cuidando las raíces mientras las hojas y los frutos pueden haber decaído; o podrá tener momentos de esplendor en los que una fiesta de colores o la dulzura de los frutos llenen nuestros ojos y nuestros labios de la más sentida gratitud. Pero la flor de la alabanza, la flor del compromiso, la flor de nuestra plegaria, seguirá acudiendo a María todos los días del año, como quien a porfía se allega a una Madre buena con el más sincero afecto filial.
Ella creyó lo que Dios le decía, y todo lo imposible para ella se hizo posible en las manos de Dios. Que esas manos nos sigan bendiciendo y protegiendo, que es lo que mirando a María aprendemos confiados. Santa María de nuestros mayos floridos, de cada día del año, de nuestros días continuos, ruega por nosotros a Dios.
Recibid mi afecto y mi bendición.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo