Lo dice el cantar andaluz con esa mezcla de alegría y pesadumbre: que algo se muere en el alma cuando un amigo se va. Las palmas y las danzas de las “sevillanas del adiós” sacan su mejor pañuelo de silencio a la hora de partir, ante el vacío que deja el amigo que se marcha, como un pozo sin fondo que no se puede llenar. Sí, es la despedida sentida de alguien que ha dejado en tu vida una huella que no se puede borrar.
Me ha salido este arranque por sevillanas ante algo tan cotidiano como despedir a una persona querida tras su fallecimiento, algo que deja de ser anónimo cuando en el cortejo fúnebre nos sorprende la muerte viandante en nuestra calle llamando a la puerta de alguien nuestro. Tiene algo de inédito el morir que no nos consiente sabernos de memoria su mal trago, ni nos sirven duelos de antaño para acallar un llanto que nos parece un intruso y nos sabe a nuevo y nunca prestado. Así de humano es este momento, y así de retador se nos impone siempre este instante.
A pesar de los muchos funerales a los que hemos asistido en nuestra vida, hay algo que nos acorrala con su impostura cuando los ojos que se cierran tienen que ver con nuestra vida más nuestra: junto al fuego hogareño familiar, junto a la pertenencia amistosa en la aventura de la santidad, junto a personas con las que se compartió trabajo y aficiones, sueños y desvelos, sonrisas y lágrimas. ¡Cómo cambian las cosas cuando las esquelas llevan la sangre de nuestro apellido o los lazos de nuestra amistad! Se despiertan las preguntas y una rebeldía serena e indómita que rompe en lágrimas como al mismo Jesús le sucedió cuando lloró la muerte de su amigo Lázaro. Es el llanto más respetable, el más conmovedor, al que sólo se puede acompañar con un sentimiento que en silencio dice calladamente lo mejor. Así lo decimos castizamente: no suplir, sino acompañar, con el debido respeto ante algo tan misterioso e inevitable de una partida terrena de aquí para llegar a la otra ribera del más allá que a todos nos espera. El punto de inflexión es el quicio de toda la vida cristiana: que Cristo resucitó venciendo su muerte y la nuestra.
Y así lo estoy viviendo yo en este trance de despedida de un querido amigo: Jesús Carrascosa, “Carras”. Este gijonés que ha sido uno de los responsables de la llegada y crecimiento del movimiento eclesial Comunión y Liberación (CL) en España, lo conocí cuando apenas después de mi ordenación sacerdotal me interesé por la labor de esa incipiente realidad en nuestros lares. “¿No vendrás a preguntar por los papeles?”, me dijo cuando le comentaba que me gustaría proponer CL a los jóvenes universitarios que yo acompañaba pastoralmente. “Mira, aquí no hay papeles, sino sólo un acontecimiento que nos ha marcado: habernos encontrado con Jesucristo, ver cómo nos ha cambiado la vida, y la amistad entre nosotros que cuida y acompaña este inmenso regalo”. No necesité más. Era lo que buscaba para mí y para mis chavales.
Han pasado más de 30 años, y mi amistad con él y con su esposa Jone, con todos los amigos de CL, ha supuesto un regalo más, del todo inmerecido, que me ha permitido seguir creciendo como franciscano, como sacerdote y como obispo. Una amistad que nos acompaña para llegar al destino para el que fuimos creados. Por eso, el adiós es simplemente un hasta luego para el encuentro eterno que por la misericordia de Dios se nos concederá. Todos nosotros somos deudores de tanta gente buena que el Señor hizo cruzarse en nuestro camino, y por todos ellos damos gracias, mientras pedimos el don de saber heredar lo que tan gratuitamente se nos concedió en el regalo de su amistad. Querido Carras, hasta el cielo. Descansa en paz y ayúdanos a mantener vivo el fuego que con tu llama Dios nos encendió. Hemos de ser los amigos de los amigos de Dios. Carras lo ha sido. Es una deuda gozosa por la que quiero saber dar las gracias.