Como un milagro continuo

Publicado el 13/05/2012
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escudo

 

Sorprende siempre ese lugar: Lourdes, donde he vuelto a acompañar la peregrinación de la Hospitalidad Diocesana de Enfermos junto a sacerdotes, médicos, enfermeras, peregrinos y voluntarios. La universalidad patente de tantas gentes de diversos países, lenguas, razas, hace que descubras la catolicidad de la Iglesia, pero con un elemento común entrañable y humilde: el dolor, la enfermedad, el límite. Esta situación humana no es menos universal que el espectáculo de bien variopinto que Lourdes siempre nos ofrece. Y ahí nos encontramos todos en ese bendito lugar.

 

Cuando suenan tambores de muerte en el país vecino al legalizar la eutanasia, era hermoso ver en Lourdes cómo la vida se acoge con afecto, ternura, acompañando responsablemente a la persona que sufre enfermedad y a sus seres más queridos. No es la pasarela para los resultones del glamour, objetos deseados de todos los paparazzi que en el mundo han sido. No son los triunfadores de los pódium deportivos engalanados de laureles, copas y espumosos. No son los que marcan la intriga política o los que determinan la deriva económica. Esas personas que hemos visto deambular en Lourdes no cuentan para todos estos focos bajo cuyas luces jamás serán tenidos en cuenta.

 

Era hermosamente provocador ver a chicos y chicas jóvenes cristianos, de una juventud distinta, que haciendo hueco en sus agendas apretadas de un final de curso, dedicaban unos días a cuidar y acompañar a estas personas. Suelo fijarme en esa verdadera escena de película cuando una anciana arrebujada en su manta de cuadros, va sentada en el carrito que empuja y tira un chaval lleno de fortaleza y simpatía, y le dice requiebros graciosos a la casi desconocida abuela de la que por unos días inolvidables se convierte en nieto predilecto. Bromea, anima, y empuja en aquellas ruedas la esperanza que no siempre logra avanzar entre los baches de la vida. Igualmente cuando cambian las tornas, y es entonces una chica llena de gracejo y desparpajo, preciosa en su talle y porte con una belleza propia sin botox ni maquillaje, con mirada de pureza como espejo auténtico de un alma limpia; y va tirando ella del carrito o empujando la camilla de un hombre marcado por el dolor, acaso deforme por la enfermedad, y con miedo en sus recuerdos y más en sus próximas lontananzas, que ve de pronto que su vida no estorba, que no es inútil ni maldita por haber llegado a la mucha edad o estar tocada y hundida.

 

La bendición de Dios o la Virgen no es un milagro virtual hecho de timos y estampitas, sino que tiene la virtud real de brindar una compañía que se hace dedicación de tiempo, entrañable comprensión, alegría no grosera ni fingida, plegaria que sabe pasar cuentas gloriosas, gozosas, luminosas o dolorosas en el Rosario de la vida.

 

Era un precioso modo de comenzar el mes de mayo, mes mariano con guiños a la Santina. Allí lo comenzamos todos los que pudimos acompañar a estos queridos hermanos, desde el arzobispo a los seminaristas, y toda esa gente buena que se sumó al empeño dándonos lo mejor de sí mismos. Y en aquella gruta de Lourdes, pusimos nuestra oración por las gentes que tienen otras enfermedades cuando por la pérdida del trabajo o los temores disparados por una terrible crisis que se va haciendo pesadilla, empiezan a respirar sin aliento y a palpitar sin ganas con la que está cayendo.

 

Que nos conceda Dios y su Madre bendita fuerza, paciencia, creatividad, y que podamos ser acompañados por quienes nos ayuden a empujar nuestro carrito o nuestra camilla.

 

         + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
         Arzobispo de Oviedo