Se ha hecho remolón, pero finalmente ha llamado a nuestra puerta el invierno con todas sus connotaciones: frío, lluvia, nieve. Ya hemos desmontado nuestros adornos navideños en calles, escaparates, hogares e iglesias. Ayuda, sin duda, esa ambientación que nos permite adentrarnos en unos días tan especialmente hermosos y mágicos por lo que recuerdan y representan en nuestra tradición cristiana y cultural de Occidente. Pero la navidad de quita y pon, tiene esa cadencia de caducidad imparable, tras cuyas calendas da la impresión de que la vida regresa a su ordinario devenir, tantas veces cansino, gris y refractario a una verdadera sorpresa que ponga su color y su mensaje en el camino cotidiano que cada uno vive y lleva adelante.
Estos días de comienzo del año nuevo con sus brumas tiriteras, hacen de marco conocido en lo que tradicionalmente llamamos la “cuesta de enero”. Nos lo hemos deseado con sinceridad cuando intercambiamos los primeros saludos de este mes con el que empezamos nuestro calendario civil y natural: “feliz año nuevo”, hemos repetido a unos y otros según nos íbamos encontrando aquí y acullá. Y, como digo, es noble y sentido ese verdadero deseo de que podamos estrenar aquello que nos permite recomenzar las cosas con un sabor esperanzado sin sentirnos rehenes de un pasado remoto o reciente.
Lo que ocurre es que el calendario como tal no hace milagros, y arrancar sencillamente unas hojas al almanaque no representa una especie de supersticioso oráculo para que en el abracadabra de nuestros hechizos las cosas cambien por arte de magia según el favorable horizonte que quisiéramos gozar y beneficiarnos. No, más bien la vida sigue casi intacta con sus registros empeñados, sus agridulces retos y claroscuros desafíos.
Al asomarnos al escenario mundial, comprobamos con creciente preocupación que la humanidad sigue sin aprender de sus propios errores y mantiene extrañamente en alto sus armas, sigue cavando trincheras y hace las cuentas minuciosas para continuar las diversas guerras que nos desangran: no sólo en Gaza o en Ucrania, sino en tantos conflictos bélicos que siegan vidas y destruyen historias. Junto a esto, continúa la pretensión de reescribir la trayectoria humana, de imponer consignas, de manipular conciencias desde las demagogias falaces de las ideologías y agendas que nos gravan en clave política mientras se intenta deconstruir todo lo que represente la tradición cristiana.
Si nos acercamos al palenque nacional, las cosas no cambian para mejor ni se edulcoran al describir el panorama que tenemos delante, cuando vemos los tejemanejes de una política torticera que no busca el bien común, sino los propios intereses no pocas veces tramposos y mendaces que fuerzan las cosas, manipulan las normas y desvirtúan las reglas del juego democrático en un Estado de derecho cada vez más vulnerable que arriesga pervertir la convivencia rompiendo la igualdad de los pueblos.
Y, por dibujar también el momento en que vivimos dentro de la Iglesia, no andamos sobrados tampoco de serenidad, ni de claridad, donde a los envites que sufrimos hasta el martirio como nuestros hermanos en África esta pasada navidad con la matanza de Nigeria, se suman también otros documentos mastuerzos que son innecesarios, tienen una intencionalidad confusa y acomplejada, y responden a un guiño demagógico que retuerce la verdad de la gran tradición cristiana y la enseñanza perenne del Magisterio de la Iglesia. ¿A qué viene ese brindis campanudo por bendecir lo que Dios no bendice, cuando desde siempre hemos bendecido a las personas y no sus derivas y sus relaciones? Seguiremos bendiciendo a cuantos nos pidan ese gesto como ayuda personal para poner sus vidas bajo la luz de Dios y acordes a su gracia.
Así andamos, y en esta variopinta circunstancia nos atrevemos a decirnos sin engaño: feliz año nuevo, sostenido por el bien y la paz que provienen de Dios.