Como cada año por estas fechas, aparece el tema de los nombramientos en los destinos pastorales de algunos sacerdotes. Se incorporan los que acaban de ordenarse, hay que suplir a los que por edad o enfermedad se jubilan, o a los fallecidos que han sido llamados por el Señor. Se ha procedido al reajuste pastoral en nuestras delegaciones diocesanas, así como en las parroquias. Es inevitable en cualquier ser vivo, y nuestra diócesis lo es, pero es también saludable el que por razones sopesadas, tengamos cada año por estas fechas esta nueva remodelación. En unos casos la edad o situación de las personas, imponen un traslado o una interrupción pasajera o definitiva de lo que se venía haciendo. En otros casos, el cambio es debido a una renovación de cargos tras muchos años de responsabilidad o con motivo de una orientación diferente que se le quiere dar a esa área.
Lógicamente, al estar tan ajustados de personal en cuantos trabajamos en la Diócesis, cualquier cambio implica otros movimientos inevitables. Y esto que es fácil comprender cuando vemos las cosas objetivamente, puede resultar más complejo cuando nos afecta personalmente o a las personas de nuestro entorno cristiano. Estamos al servicio del Señor en su santa Iglesia, y hacemos lo que podemos, como sabemos, con la mayor ilusión posible y normalmente con notables frutos de bien. Esto es lo que nos hace libres para ofrecer nuestra disponibilidad, y lo que nos hace fieles para asumir lo encomendado cuando, como y donde el Señor quiera.
Entiendo -desde mi misma experiencia- que ser cambiados o que cambien a alguien a quien conocemos y apreciamos, supone un dolor que nace del afecto y la gratitud. Este dolor es noble porque está indicando el sincero amor y el leal reconocimiento hacia estas personas. Nos duele como nos duele siempre un adiós, aunque sea fugaz la despedida. Si ese dolor naciese de la apropiación, entonces surgiría una especie de rebeldía expresada de mil modos ante un cambio, o un resentimiento por el que se acepta con herida esa indeseable decisión. Este dolor rebelde o resentido no ayuda a comprender que puede haber razones -y de hecho las hay siempre- por las que hay que proceder a un cambio que no pocas veces no encuentra recambio.
Debo reconocer con gozo que he vuelto a comprobar cómo los sacerdotes cambiados en sus sedes o relevados en sus responsabilidades, o cómo casi todas las comunidades parroquiales o los equipos de trabajo en las delegaciones, han reaccionado de la mejor manera. La inmensa mayoría ha comprendido que una diócesis no empieza ni termina en nuestra parroquia o en nuestra delegación, y que por lo tanto necesitamos ayudarnos en una mejor distribución de nuestro servicio al Señor en su Iglesia. Aparece esa pena propia de un adiós, pero no es una pena que desgarra o destruye cuando se ha comprendido la vida y nuestro servicio en ella desde el sentido profundo que tiene el ministerio cristiano (servicio al fin), y nuestra colaboración en la marcha de la Iglesia.
Doy nuevamente las gracias a mis hermanos sacerdotes, con su nombre, su edad y su circunstancia, así como a mis hermanos consagrados y laicos, que con su disponibilidad y comprensión me ayudan para acompañar a nuestra querida Diócesis de Oviedo. Veo cómo hay una serena madurez en la inmensa mayoría de las personas y comunidades, por las que podemos dar gracias a Dios y pedírselas juntos también a Él, para que en esta parcela de la Iglesia universal que es nuestro terruño diocesano, logremos encender la llama de la ilusión y la esperanza, para que Dios sea glorificado y nuestros hermanos bendecidos con la alegría de la que queremos se llene la ciudad.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo