Son días de remembranza especial, que se cuelan incluso en este panorama incierto por la pandemia que nos acecha. ¿Cabe decir “feliz navidad” este año? Por supuesto que sí. Porque esta fiesta, la más cristiana junto a la pascua, representa la certeza de que Dios no se ha marchado fugándose de nuestra pobre y complicada realidad asustada. Él está en el meollo de nuestros avatares como una luz discreta que sostiene nuestra esperanza. En mis años romanos, cuando allí preparaba mi doctorado, llegando los días previos de la Navidad dedicábamos un tiempo cada día para ir preparando el “nacimiento”, que en tantas iglesias romanas se instalaban como ambientación navideña. En Italia también prendió grandemente el gesto de San Francisco de escenificar el nacimiento de Jesús, reconstruyendo esa escena a través los llamados “belenes vivientes”, que luego fueron poco a poco transformándose en “belenes artísticos” con una reproducción en miniatura de aquella noche de salvación junto a la santa cueva de Belén, en aquellas majadas del oriente.
Nuestra comunidad franciscana estaba en el barrio más popular y antiguo de la Ciudad Eterna: el Trastévere. Yo tenía un compañero fraile dotado de verdaderos talentos arquitectónicos. Era bueno en la teología, en la música, y en la virtud con la que vivía su entrega sencilla llena del amor de Dios. Pero, también el cielo le bendijo con el arte que sus manos sabían amasar bellamente. Entonces ideó hacer un belén diferente. Reconstruyó en escayola nuestra calle: los edificios reproducidos a escala de modo perfecto, las tiendas que en la acera par y la impar llenaban la vía de escaparates (tiendas de comestibles, de ropa, librerías, peluquerías, restaurantes y pizzerías…), la plazuela frente a nuestra iglesia, la fontana del fondo y, la fachada de ese templo tan característico del barroco romano.
En medio de esa postal costumbrista, donde no faltaban las cuerdas con la ropa tendida de lado a lado de la calle, quiso nuestro buen fraile colocar el corazón de todo nacimiento: la escena de María y José, con el pequeño Jesús recién nacido, más la mula y el buey, y algunos curiosos adoradores que como pastores modernos se postraban ante el misterio del nacimiento de Dios hecho hombre. Parecía algo anacrónico, porque esa escena en miniatura que representaba el paisaje de nuestra vida cotidiana, aparentemente no se avenía con lo que había sucedido en la ciudad de Belén de Judá dos mil años antes. O… quizás sí, más de lo que pudiera parecer. Y así se explicaba a los fieles cristianos, muchos de ellos turistas curiosos en estas calendas frías de diciembre, que en realidad lo que entonces sucedió en Israel veinte siglos atrás, sigue sucediendo en cualquier rincón de nuestro mundo actual dos mil años después.
Dios ha querido domiciliar su gesto de hacerse hombre en las calles que a diario frecuentamos. Lo que ven mis ojos en el vaivén cotidiano tejido de tantos momentos, tantos colores, tantos climas y circunstancias, es lo que contemplan sus divinos ojos también. Lo que me arruga, me entristece y enajena, lo que me hace crecer y madurar llenando mis pasos de alegría, todo eso es lo que Él acompaña.
No era anacrónico nuestro belén del Trastévere romano, sino un modo de meternos en el belén de la vida cotidiana como hace el mismísimo Dios, por donde deambula y discurre su mensaje de gracia y esperanza. La vida es un inmenso nacimiento viviente, como lo soñó San Francisco, y como lo han expresado con arte y talento nuestras familias y parroquias que han mantenido esta hermosa tradición cristiana. Por eso nos felicitamos la Navidad cada año, deseándonos que siga sucediendo aquella gracia de Dios que se hace niño para bien de toda la humanidad que vino a salvar. Es Navidad, confinada pandémicamente, en donde, no obstante, hay una palabra que escuchar y un don que recibir si tenemos los oídos y el corazón abiertos ante la presencia de un Dios sorprendente. Con María, José y el pequeño Jesús, Feliz Navidad cristiana.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo