La convocatoria del Año de la Fe con motivo del 50º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, por parte de Benedicto XVI nos invita a renovar nuestra vida cristiana fortaleciendo la adhesión a Jesucristo, Redentor del hombre. Podríamos pensar que la fe es algo ya adquirido, y así solemos considerarla tantas veces. De hecho, la fe que se profesa en el bautismo es algo vivo, objeto de crecimiento o de atrofia. Por eso en nuestro mundo cristiano no debe jamás darse por supuesta la fe porque es susceptible de debilitamiento, pérdida, o de crecimiento y maduración.
El Papa nos recuerda en su Carta Porta Fidei que «sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas» (Porta Fidei, 2).
Por eso, en primer lugar la Fe hemos de nutrirla. Esto significa que debemos cuidarla y formarla al tiempo que nuestra vida va creciendo en su camino humano. Sería una quiebra que tengamos una vida de adultos, con sueños y heridas de adultos, con problemas y satisfacciones de adultos, y mantengamos una fe infantil. No pocas pérdidas de la fe se deben a que ésta quedó en aquella lejana vivencia de la primera Comunión. En el resto de las cosas se puede haber madurado: afectivamente, culturalmente, profesionalmente, económicamente… pero quizás se sigue siendo un niño en lo tocante a la fe. Entonces Dios, la Iglesia, la vida cristiana, resultan extraños o ridículos. Es como si pretendiésemos vestirnos o alimentarnos de adultos con aquella ropa o papilla de nuestra más tierna infancia.
En segundo lugar, debemos celebrar la Fe. No es una cuestión privada, aunque será siempre personal. La celebración significa que nuestra oración, la liturgia y sacramentos que acompañan los momentos claves de la vida, nos ayudan a reconocer y gustar la presencia de Dios en medio nuestro que sabe acompañarnos con discreción.
En tercer lugar, hemos de acertar a testimoniar esa Fe. Vivimos en un mundo plural, que no sólo no es tolerante siempre hacia el hecho cristiano, sino a veces tremendamente hostil por razones muy diversas. Evitar la arrogancia al testimoniar a Jesucristo, y evitar también el complejo para no anunciarle jamás. El testimonio hoy nos debe mover a la audacia de la nueva evangelización.
Un año, pues, en el que ahondar en el significado de la fe, en los cauces para su maduración, y en la audacia para testimoniarla en medio de nuestro mundo. En este sentido, el Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, que ahora se está celebrando en Roma, señala también un reclamo misionero. La llamada que hemos recibido en este momento de la historia, de caminar con nuestra generación anunciando la Buena Nueva que a nosotros se nos ha proclamado en el encuentro con Jesucristo resucitado. La plaza de Jerusalén como en el primer Pentecostés es hoy la plaza de nuestro mundo, y en ese inmenso areópago, en ese atrio de gentiles y de creyentes, hemos de saber contar las maravillas de Dios en todos los lenguajes.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo