Al alba            

Publicado el 11/04/2020
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Fue un canto de amor, canto de cisne con esa libertad última de quien sólo le queda el ancla de la persona amada. Luego se reinterpretó en clave política para denunciar la pena de muerte. Pero originalmente, su autor, Luis Eduardo Aute, recientemente fallecido, hizo este poema lleno de sentimiento como un alegato al alba desde la espesura de todo lo oscuro, lo sórdido, lo que nos acorrala y destruye: estrellas que amenazan, lunas que sangran con el filo de su guadaña, hambres atrasadas, miles de buitres que extienden sus alas. Así va desgranando Aute su desgarrador poema con una música que se te clava en el alma. Pero hay una frase que repite, y que salva la desesperación llena de abismo y tragedia: que cuando tras la noche venga la noche más larga, “quiero que no me abandones, amor mío, al alba”. Ese amor, es un alba más poderosa que todas las noches juntas.

La noche en su peor perfil, tiene siempre ese maleficio que nos llena de sombras adversas, cobardes filigranas que se esconden para herirnos sin dejar pistas de su drama. Secuestra los contornos y desdibuja los colores haciendo que todo sea sin rostro, sin nombre, imponiéndonos sus “estrellas que hieren como amenazas”. Pero, toda esta tragedia no tiene la última palabra, por más que dure su impostura y su acechanza. Es la condición que el poema de Aute sugiere tímidamente: al llegar el alba, amor mío, no me abandones.

Esto es lo que la tradición cristiana ha reconocido en la pascua. La pasión fue dura y morbosamente larga. La agonía se extendió hasta aquellos gritos de Dios en sus Siete Palabras. Y finalmente, inclinando su cabeza, expiró la vida en una muerte malhadada que no tenía la última palabra. Porque como decía nuestro poeta Martín Descalzo, “morir sólo es morir; morir se acaba”. Todo parecía acabado, todo perdido con la peor de las tramas. Se fue tensando lo que decía el Maestro y algunos preveían tan fatal desenlace: hubiera sido mejor que no hablara. Pero Él habló, con su ternura acostumbrada o con palabras de fuego que levantaban las ascuas, e hizo signos que salvan. Fue libre y asumió el precio sin caer en la complacencia soberbia de la lisonja ante el aplauso, ni en la tentación cobarde de la fuga ante el desprecio. Cada mañana madrugaba o cada tarde trasnochaba para escuchar en su Padre la palabra que luego narraba, y para abismarse en la belleza que con sus divinas manos repartía hasta llegar a reestrenarla.

Sucedió al alba. Sí, sucedió al alba. Pero casi nadie lo creía, casi ninguno lo esperaba. Y andaban cabizbajos, llorosos y fugitivos para volver cada uno a sus andadas. ¿Será posible -se preguntaban destrozados-, que en aquellos labios hayan enmudecido para siempre sus palabras? ¿Será posible que aquellas manos hayan dejado ya de bendecirnos desde que las vimos a la muerte clavadas? Y así estaban unos y otros, de aquí para allá, mientras lloraban sus recuerdos haciendo sus cábalas.

Fue al alba. Y de pronto las lágrimas no eran ya el llanto de la pérdida maldita, sino la emoción bendecida de un reencuentro. La noche pasó con sus sombras, y se encendió la luz amanecida. La penúltima palabra del pavoneo del sinsentido, de la censura de la verdad y el asesinato de la vida, cedió inevitable la palabra final a quien se hizo hombre, se hizo hermano, se hizo historia y se hizo pascua rediviva.

Al alba de pascua encendemos los cristianos el cirio de la luz amanecida. Es un canto dulce, apasionado, con un brindis de triunfo que no se hace triunfalista. Porque Cristo ha vencido con su resurrección bendita su muerte y la nuestra. Fue al alba, sí, sucedió al alba, cuando el amor no nos abandona. Dios nos ha abierto su casa, nos acoge y nos regala su vida. Por eso cantamos un aleluya al alba de nuestra mejor albricias.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Santa Cueva de Covadonga. Domingo de Pascua