En esas dos palabras, tensión y alegría, puedo expresar las emociones, sentimientos y preocupaciones de aquellas veintiocho horas que fue la duración de la estancia del papa Juan Pablo II en Asturias, entre el 20 y 21 de agosto de 1989. Lo viví muy de cerca. Impresionaba su personalidad recia, pero al mismo tiempo amable, de mirada rápida, luminosa y profunda y de gesto que desprendía y comunicaba vigor, energía interior, espíritu. Había tenido la suerte de saludarlo y estar en su cercanía en dos ocasiones anteriormente, con motivo de las visitas “Ad limina” en Roma con el arzobispo D. Gabino, concelebrando la Eucaristía, a horas muy tempranas, en su capilla privada del Vaticano. Despertaba admiración, como si estuvieras ante un profeta de los nuevos tiempos. Ahora me iba a tocar estar pendiente de que todo lo que se había preparado saliera bien, el Papa se encontrara a gusto y que percibiera que estaba en esta tierra asturiana que le recibía con gozo y entusiasmo, que esta Iglesia Particular se sentía Iglesia universal. Andábamos con planes pastorales y deseábamos que este encuentro con el Sucesor de Pedro “Peregrino de la Fe” tan carismático, contribuyese a lograr un nuevo impulso evangelizador y misionero.
De cerca te das cuenta del maratón que supone un viaje de estos: gestos, palabras, miradas, saludos, encuentros, discursos, celebraciones, recepciones, ambientes, traslados, aglomeraciones, cantos, griteríos, el “Totus tuus”, el “Juan Pablo II, te quiere todos el mundo” y al mismo tiempo tener conciencia plena de que él es el “servus servorum Dei”. Se necesita un temple especial para sintetizar y encarnar en uno mismo estos dos planos. K. Wojtyla lo conseguía con naturalidad, estaba dotado de un gran poder de aislamiento y concentración sobre todo para la oración, daba la impresión de que estaba en un plano más arriba.
La visita del Papa fue un acontecimiento eclesial y popular. Sencillo dentro de lo que permiten las estrictas medidas de seguridad, pero gozoso. Juan Pablo lograba una gran empatía con las multitudes. El momento estelar fue su estancia en la Santa Cueva. La larga oración en silencio ante la imagen de la Virgen de Covadonga, la plegaria que recitó y el gesto de ir él a ponerle el rosario que le regalaba en sus manos, nos impactó todo. A él también. En encuentros posteriores, al oír Asturias, diócesis de Oviedo, respondía enseguida: “¡Ah, Covadonga!”. Esto lo dice todo. Por eso: ¡Bendita la Reina de nuestra montaña!